Marie

Cuando me convertí no sabía lo que iba a pasar. Solo había escuchado de seres pálidos y muertos revividos en las historias que mis hermanos contaban entre susurros para asustarse ya tarde en la noche. Pero a pesar de las historias, cuando vi al hombre que me quitó la vida no lo reconocí como un monstruo. No lo hice hasta que pude contar sus dientes en las muescas que al día de hoy siguen en mi piel. Hasta que sentí como el calor se me escapaba por el cuello hasta que me quedé con un frío que no se quitaba con fuego, con gente, con nada.

No morí, o eso pensaba. Ni mi madre ni mi padre lo creyeron, pues aún hablaba, caminaba, iba a la escuela. Lo único extraño era un hambre que se sentía ajena, como si algo dentro de mi quisiera comer algo que no existe, que no conozco, algo indescriptible.

Ese algo, descubrí, era mi hermano.

La primera vez que comí después de convertirme sentí el calor volver un instante a mi cuerpo. Mi piel se volvió rosa otra vez, sentí alivio, y comprendí por un momento porque aquel hombre lo había hecho. Pero el momento acabo, y solo quedo sobre mi piel la culpa, la sangre, la vergüenza.

Después de huir de casa todo se volvió más sencillo. Era una niña pequeña, y descubrí eventualmente que era fácil encontrar comida cuando andaba sola por las calles, solo de noche. Me seguían hombres hasta las afueras de los pueblos y antes de consumirlos recordaba con odio al monstruo que me había transformado. Todos se parecían a él, y cuando morían tocaba las muescas que me rodeaban el cuello mientras el frío retrocedía por un instante.

Sabía que era malo odiar. Me lo había enseñado mi madre cuando me llevaba a la iglesia, y por años intente buscar consuelo en las figuras sagradas en las que creía, pero al verlas solo sentia dolor. Se volvieron arma en lugar de refugio. Más que la pérdida de mi familia, de mi vida, de mi niñez, lo que más me dolió fue perder la fe. Pues ese dios redentor que yo veneraba no me habría dado la espalda, no le habría dado armas a quienes me perseguían, no habría permitido que otro monstruo me robara el alma.

No siempre maté. Hubo un tiempo que simplemente me rendí, y vagué por meses por las noches bajo la nieve, bajo la lluvia, bajo el sol, hasta que encontré algo maravilloso que solo había escuchado en historias. Llegue al fin del mundo.

Bajo mis pies la tierra se convertía en líquido, y hasta donde alcanzaba mi vista no se veia mas que una especie de cielo hecho de agua que brillaba como las joyas de los collares de mi madre y reflejaba la luna partida en pedacitos. El agua me saludo con su aire helado, y por primera vez desde el gran cambio deje de desear sentir calor.

Tenía mucho miedo, pero al final decidí entrar al agua. No podía morir. No necesitaba respirar. Entre a un mundo completamente distinto al que conocía, lleno de criaturas extrañas, que como yo no conocían el sol, la luz ni el calor. Que solo conocían el hambre, el frío y el silencio.

Viví bajo el peso de ese mundo extraño, mucho más grande y complejo que el humano, por años. No necesitaba esconderme del sol, porque el agua me resguardaba. No sentía esa extraña hambre, pues no había humanos que me tentaran con su aroma. No se bien cuanto tiempo estuve antes de salir, pero se que no fue elección mía. Me capturaron.

Algo o alguien me enredo en una red mientras nadaba de noche cerca de la superficie, y cuando me sacaron una vez más al aire y al aroma de los hombres me encontré en una nave de madera flotando sobre el agua. Viajando.

Maté a dos de ellos y el resto decidió seguirme. Y me dieron la palabra para describir el mundo del que me había enamorado.

Le llamaban "mar".

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