Colonia

El hombre se reunió con su compañera del otro lado del salón principal de la hacienda, deslizandose casi entre los asistentes al baile, los vestidos enormes adornados por joyas, copas y sonrisas. La muchacha le dirigió una sonrisa que no reciprocó.

—No parece estarse divirtiendo. -le dijo con voz ronca, apagada

—Vamos mal de tiempo. El general no ha llegado.- y de nuevo evito su mirada, arreglándose la corbata como si le ahorcara, quizá por décima vez en la noche,

—Deje eso.

El hombre dejó que su compañera le acomodara la corbata, pero sólo la miró cuando notó sus manos descansando en su cuello, apenas un segundo de más.

—¿Qué le molesta?

Intento no mostrarlo, pero al parecer lo había visto en sus ojos. No era la primera vez que tenían que desaparecer a alguien, pero sabía que era la última vez que lo harían juntos, y su pupila no sospechaba nada. ¿O sí?

—No, no es nada.


Intentaba no pensar en las próximas horas ni recordar las pasadas, mirando al frente desenfocando los ojos, cuando Ana María le tomó de la mano y señaló a los músicos que empezaban a tomar el escenario.


—Ya falta poco. Ven, que te están empezando a ver los demás.


Y de pronto lo arrastró entre la gente que bailaba despacio, y de pronto tenía sus manos al cuello, y sus ojos tan cerca... Cedió un momento y la miró a los ojos, intentando memorizar sus facciones, su pelo rojo, el olor de su colonia, todo lo que pronto perdería para siempre, en el mejor de los casos.


—Ya llegó.


El hombre que moriría esa noche llegaba al escenario vestido en sus mejores ropas, y ambos se escabulleron al rincón desde donde le dispararía. Ana María no lo sabía, pero ella traía en su ropa el casquillo que la delataría horas después, después de que cerraran el salón, después de que él hubiera tomado el último tren de regreso a las oficinas, donde lo felicitarían por haber terminado con la mujer que pronto se había convertido en una amenaza para la agencia desde el día en que habían comenzado a quererse. Es ella o tu carrera. Aquel día en el que cometió el error de prometerle su amor la había sentenciado a prisión sin saberlo, y ahora era el momento de cumplir la sentencia.


Entonces Ana lo dejó en aquel rincón que jamás encontrarían, le dejó el revolver que escondía en la falda gigantesca de su vestido, le dejó también un beso en la frente, y Abel aún sentía el labial quemándole la piel cuando disparó el gatillo, y mientras esperaba a la señal de su compañera para escapar entre al conmoción.


—¡Vino de allá! ¡Por el balcón! ¡Ese hombre es el asesino! -la voz ronca y el cabello rojo, y aún desde ahí se veía, la boca medio despintada


Abel aún sentía el labial quemándole la piel cuando se lo llevaron, las manos a la espalda, las palabras que debían incriminar a su pupila atoradas en la garganta, la bala que había dejado entre la ropa de Ana María enredada en la corbata.


Era él o su carrera, y ambos eligieron bien.


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