Un Aleph

 En el metro, en las escaleras eléctricas, cualquier momento de progreso automatizado en el que puedo descansar el cuerpo más no la mente, hojeo distraído aquel libro que llevo siempre conmigo.


Era uno de los libros que quedaban después de que mis sobrinos se llevaran hasta las cortinas del departamento de mi hermana, poco después de su muerte. Debió haber sido uno de sus favoritos - deshojado, amarillento, anotado por las esquinas y en el espacio diminuto entre las lineas - y quizá por eso lo dejaron (¿como vender un libro que ya fue amado hasta el desgaste?).


No me gustaba que mi hermana leyera tanto - el doctor decía que lo último que le faltaba eran más fantasías - pero en los últimos meses era lo único que le hacía feliz. Digo que le hacía feliz, aunque a veces sus risas parecían más angustia. Supongo que en sus condiciones, con ser capaz de sentir algo yo me daba por bien servido, sola entre esas cuatro paredes, la mente desbaratada por su enfermedad y por las medicinas.


Eventualmente los meses pasaron y la herida que me dejó su partida seguía doliendo, un dolor punzante y seco que mi cuerpo se rehusaba a soltar. Extrañé a la persona que conocí, una niña risueña que podía cargar en mi espalda, pero no podía evitar preguntarme por la hermana que no conocí, aquella que acumulaba libros en su cuarto hasta el delirio, y que había anotado aquel por todas partes. Así que lo leí.


En uno de los cuentos se habla de un mirador en la pared - un aleph, un sitio desde el cual se puede ver el resto del mundo, desde todos los ángulos posibles. Mi hermana había llenado las páginas de anotaduras en espiral, como delineando una imagen imposible de describir - una descripción de una playa en forma de montaña, un ave que contiene la historia del mundo. Mientras más leía, mientras más descifraba su letra y la separaba de la tinta y el polvo de aquel libro, menos podía tomar sus palabras por las de una enferma - más parecía que ella misma había mirado por aquel mirador, tomado el mundo entero hasta enfermarse.


Sin embargo, ¿no era aquello lo que había estado haciendo desde el principio? Con su cantidad infinita de libros cubriendo sus paredes, sus sillas y sus pisos, viendo con los ojos de mil autores que le llenaban la mente de visiones ajenas, ¿no era eso lo mismo que ver el mundo desde todos los ejes, todos los puntos de vista?


Un día en el que la nostalgia me tapaba los ojos con sus manos grises, me encontré a mi mismo enfrente de su casa. Ya la habían vendido, pero aún no cambiaban la chapa, así que me metí a su cuarto (ahora vacío) y recorrí sus cuatro paredes, con los ojos, con las manos, hasta que - hasta que encontré lo que buscaba. Un mirador de pocos centimetros de diametro, a la altura de la ventana. El corazón me comenzó a latir más rápido, mi mano se cerró con fuerza alrededor del lomo de aquel libro amarillento. Puse las manos alrededor del mirador, agaché la cabeza para mirar - pude ver a mi hermana haciendo exactamente lo mismo, tantas veces, tantas veces - 


Y no vi nada.


Dejé el libro en el alfeizar de la ventana, y le di a mi hermana un último adiós.


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