Primogénita

Las leyendas de aquel pueblo contaban la historia de un demonio que vivía en el fondo del mar.

El demonio existía desde antes de que los primeros pies humanos tocaran el suelo de la isla, antes de que corrompieran el agua con sus manos impuras, el ritmo sagrado de las olas con sus naves de madera.

Y así como un niño se despierta cuando termina una canción de cuna, así el demonio despertó de su silencio, y hecho como estaba de mar y de ira destruyó todo lo que los hombres habían construido sobre la arena y sobre las olas de las que era, desde siempre, dueño.

Los hombres no buscaron nunca luchar contra el demonio azul que los alejaba de la costa, ni cedieron a su comando de abandonar su isla. En su lugar se retiraron de la costa y construyeron castillos elevados por generaciones, hasta que un día un rey conocido por su sed de sangre decidió ahogar a una de sus hijas en la orilla, bajo la luz de la luna, a sabiendas de que el pueblo ni siquiera miraba en esa dirección. Y cuando su cuerpo flotó al horizonte y fue de pronto tragado por las olas en el punto azul que las leyendas asociaban con el demonio descubrió la manera de apaciguar a su captor.

Fue así como el pueblo pudo una vez más bajar a la costa y vivir del mar como sus primeros padres pudieron hacerlo, según contaban las leyendas. Cada año, bajo la mirada atenta de la primera luna llena, el rey elegía a una primogénita del pueblo y la coronaba como su hija, la sucesora del trono, y vivía en su palacio con él por el último día de su vida. Una vez transcurrida la noche, el rey entregaba el cuerpo de la niña al océano, y cuando caía desde el palacio hasta la costa las olas, milagrosamente, cambiaban de dirección para llevarle al demonio su ofrenda, que lo mantenía en paz hasta el año siguiente.

Así transcurrieron décadas, y el rey en su vejez era considerado por los hombres el rey más sabio que la isla había visto, un héroe de las familias y de los niños, que ahora podían conocer lo que era jugar y nadar en un azul infinito. Pero para Adelia, la última primogénita del pueblo, el rey no era más que su futuro asesino, y el mar no era más que el lugar de su próximo, eterno descanso.

Cuando finalmente llegó su última luna llena, Adelia se presentó ante el rey con el atuendo de las candidatas, sola en el risco donde anteriormente había aguardado su juicio junto a sus amigas y primas que ya habían compartido su triste final. Llevaba consigo una pócima que su madre le había dado para no sentir lo que el rey decidiera hacer con su cuerpo antes de entregarla a las olas, y a pesar de los años que le habían sido regalados no podía evitar sentir las miradas de sus antecesoras en la brisa helada que le escupía el mar, como si le reprocharan que ella pudo vivir más, sentir más, ver más que las otras.

Cuando al amanecer el rey le rasgó la garganta con el filo de su corona y sintió su cuerpo caer por el aire, no sintió miedo. No sintió nada, como su madre le había prometido. No fue sino hasta que las olas la arrastraron al fondo del mar y la sal cerró sus heridas que se dio cuenta de que el frío, quizá, había despejado su mente.

De repente pisaba el fondo del mar como solía pisar la roca y la arena de su pueblo. Dentro del frío azul de su tumba, sin miedo, abrió los ojos.

Se encontraba en el círculo azul donde las leyendas contaban que vivía el demonio. Pero frente a ella no vio un ser voraz y despiadado, sediento de sangre. Frente a ella vio dos filas de mujeres y niñas con los pies en el fondo del mar, recibiéndola como a una hermana, todas con heridas curadas por magia que ahora comprendían. Y al fondo de la estancia, sentada en un trono de piedra que recibía los primeros rayos del sol, estaba la primogénita del rey. Habló sin abrir la boca, con una voz que se vertió hasta sus oídos como una corriente subacuática.

-Bienvenida -le dijo-. Nosotras somos el demonio.

Y el lecho del mar vibró como anticipando la destrucción que se aproximaba.

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