Detener el tiempo

Como siempre voy tarde al trabajo. Siempre he buscado vivir cerca del jale, lo suficientemente cerca para no justificar gastar en transporte, lo suficientemente lejos para justificar no gastar en gimnasio, pues la caminata es suficiente ejercicio. Y aún así me las arreglo para seguir llegando tarde a todas partes.

Descubrí que podía parar el tiempo estando muy pequeña, un día que mamá se enojó tanto que me quiso pegar. Nunca se enojaba tanto, y fue tanta mi sorpresa que no me di cuenta cuando, al reaccionar al golpe, todo el cuarto se congeló.

Desde entonces sigo la misma vida. La gente me ve como alguien tranquila, que nada la puede tomar por sorpresa, alguien que trabaja mejor bajo presión. Pero la verdad es que hasta las cosas más sencillas me estresan. De no ser por estas circunstancias tan extrañas, la gente notaría que vivo en un pánico que no me deja respirar. En lugar de ello, cada que me pongo nerviosa o mi respiración se altera, de pronto el mundo deja de girar. Quince años después de la primera vez que lo hice, sigo sin poder controlarlo, y me obligo a mi misma a relajarme para que el flujo del tiempo se desatasque a mi alrededor.

Es por eso que hoy, cuando vi mi reloj marcar las ocho con cinco, noté con frustración como la gente dejó de caminar, se congeló en un paso intermedio, en el aire, la saliva de sus risas congelada en el espacio. Bueno, al menos podré terminar de peinarme antes de llegar. Y así fue como me miraba en el espejo de un auto estacionado, cuando la ví en el reflejo.

No debe ser mucho mayor que yo, la muchacha elegante que cruzaba la calle en ese momento, con el semáforo en verde. Su vestido verde oliva ya se reflejaba en el auto que cruzaba el paso peatonal, ignorando a los peatones que quedaban. El momento del auto, congelado solo para mí, ya hacía ondear su vestido en el aire, el metal a milímetros de sus piernas amenazaba con callarlo todo para siempre.

Me debatí entre seguir caminando o robarme una dona del Starbucks mientras el tiempo seguía detenido, pero los ojos de la muchacha, curiosamente pálidos, parecían mirarme. Como los ojos de una muñeca, parecían seguirme.

Al diablo, pensé. No tengo ni el tiempo ni la fuerza para moverla. Para tomarla entre mis brazos y salvarla del peligro, averiguar de qué color son sus ojos, por qué va tan bien vestida un lunes por la mañana… ¿o sí?

Solté mis papeles en una mesa cercana, renegando, y me acerqué a la chica. Intenté cargarla, fracasé - era una cabeza más alta que yo - y terminé robándome un carrito de la ley a dos cuadras para facilitarme el trabajo. La empujé hacia el carrito, cayó como una estatua de cera, y la lleve con dificultad hasta el otro lado de la acera.

Me di cuenta de que la había despeinado mucho en mi pequeña carrera contra el tiempo y, asustada, le intenté acomodar el pelo con uno de mis broches. Justo cuando mi mano tocó su cabello, el mundo volvió despertar.

La muchacha parpadeó varias veces con fuerza, y tras verme alejó mi mano de su cara con ímpetu.

— ¿Dónde estoy?

— Uh… ¿A dos cuadras de la Ley?

Esperaba una bienvenida más cálida, pero no me puedo quejar. La muchacha, aún desconocida, vió el carrito del super en el que la había rescatado, y mi viejo uniforme del trabajo.

— ¿No me morí?

— No... Ay, perdón, ¿querías?

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