El polvo


Las paredes huelen a polvo. los goznes de la puerta lloran cuando paso. ¡Todo huele a viejo! Y a nada, huele a la nada. Huele a cosas guardadas y a nada que se pueda comer sin hambre. Las paredes lloran. ¡No! El que llora es un niño.

La luz de la linterna parpadea por momentos, ilumina pedacitos de muebles y cortinas rasgadas, creando la ilusión de movimiento. Escucho pasos pero los ignoro de nuevo. Tengo que encontrar la salida. De pronto escucho otra puerta cerrarse, y los pasos más cerca. Pasos ligeros. ¿Un perro?

El perro se acerca al niño y después del susto inicial ambos se tocan. El niño lleva al perro en sus brazos, los cubrimos, los cubrimos. Apagamos la luz de la linterna, cerramos otra puerta, otra ventana. Al polvo no le gusta la luz, al polvo no le gusta lo que se mueve.

Yo una vez tuve un perro muy parecido a ese. Así, chiquito, inquieto, sin miedo. Sin darme cuenta me despego de la pared, del polvo, de la casa, y me acerco al perro, que me mira. ¿Cuándo fue la última vez que me miraron? Incluso el niño mira a través de mí, con miedo. Quisiera quedarme para siempre en los ojos de este perrito, corpóreo, inofensivo, como nunca lo fui en vida. Me siento llorar, me siento llover, disolverme en espasmos.

Dejó de haber luces dentro de la casa. La vieja chimenea escupió polvo de nuevo. Y después de años y años de niños perdidos, el primero, perro en brazos, salió por la puerta.

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