Caza Espectral

El horizonte de la gran nación de Oprus se llenaba de una niebla fría que se rehusaba a irse conforme pasaban las horas. Los vigías habían señalado que se acercaban barcos desde la noche anterior, pero la reina, Ine, permanecía impasible. Ya había dado la orden a su ejército de defender la ciudad, pues su consejero, el hechicero que la había visto crecer, había profetizado este ataque desde meses atrás.

-Vendrá un día, su majestad - recordaba sus palabras - en el que su nación pagará el precio de la crueldad a la que ha sujeto a aquellos que considera inferiores. Llegará un día en el que los supervivientes, aquellos que perdonó en las naciones que ha sometido y que viven entre nosotros como animales, escaparán de la ciudad y vendrán a nosotros en barcos fantasmales, y su ira será su fin.

-Que vengan -se repetía ahora la joven reina, golpeando el piso con el bastón que solía pertenecerle a su consejero. - Que vengan aquellos a quienes di refugio, aquellos que escaparon de mi cuidado, pues no son ni guerreros ni magos, ni alcanzarán a manchar el portal de mi reino.

Pues en efecto, los hombres y mujeres que se acercaban a la ciudad tiritando de frío en los barcos no eran guerreros, sino prisioneros de guerra maltratados por el hambre y el cansancio. Lo único que tenían era su ira y la certeza de que, tal como lo había profetizado el guía que se paraba frente a ellos en ese momento, sería suficiente para acabar con el mandato de aquella tirana.

-Hoy no vamos a perdonar. - comenzaba el brujo, adoptando una voz grave, amplificada por magia. La voz comenzaba a sincronizar sus mentes en una sola, hipnotizándolos en su lugar, sentados sobre las olas. El murmullo del mar los arrullaba, y la niebla que el brujo formaba alrededor de la pequeña flota ahogaba al resto del mundo. -Hoy cada uno de nosotros correrá por las calles de la ciudad maldita, nuestra fuerza unida a la de nuestros hermanos, multiplicada por cien, por mil, y cada ladrillo de aquello que nos robó nuestra alma y que sigue manchado de nuestra sangre, temblará bajo el peso de nuestro poder.

Un silencio pesaba sobre los cinco barcos, y en respuesta al discurso del capitán una especie de niebla se levantó por encima de los prisioneros, cada uno con los ojos abiertos, blancos, en trance. La niebla comenzó a tomar forma, hasta que frente a los hombres y mujeres sentados se materializó una horda de guerreros, un ejercito de espectros sediento de sangre, su piel brillando con la luz de la luna pálida que comenzaba a borrarse del horizonte. Su mera presencia heló la madrugada, y alrededor de los barcos las olas se cubrieron de escarcha. El hechicero sonrió, y al terminar el ritual envió a la horda hacia el puerto con un movimiento de su mano.

Los súbditos de Ine recuerdan poco del día frío en el que el palacio se destruyó, poco más que una tormenta de nieve y ventiscas que derribaron varios edificios y monumentos. Aquellos que claman haberlo visto todo hablan de cosas incoherentes, de ejércitos de hielo y apariciones de demonios asesinos, una masacre que perdonó a civiles pero no a soldados. Otros pocos recuerdan y callan. Lo único en lo que todos concuerdan, y que pocos mencionan por miedo, es que después de la tormenta la plaza se llenó. Ahí, en las ruinas del pequeño estadio reservado para peleas de esclavos y ejecuciones públicas, estaba el cuerpo de la joven tirana, inexplicablemente congelado, convertida en una estatua de hielo que jamás se derritió.

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