Cenote

Había escapado a la sierra, tal vez de problemas, de sí mismo, de peleas que no supo escoger. La primera noche su corazón y su boca estuvieron quietos, como dormidos, como en señal de respeto, como quien entra a la Iglesia para pensar y encuentra su mente amalgamada por el sopor del silencio. La segunda noche los recuerdos se le amontonaron en la base de la lengua y le presionaron el pescuezo hasta que sintió que se ahogaba, y comenzó a hablar. Sentado a la entrada de una cueva fresca, refugiado del frío y del silencio por el eco de sus palabras en las paredes, deshiló sus pérdidas y lamentos hasta que quedó vacío. Y la tercera noche, la montaña le habló. Más que escucharla, comenzó a sentirla primero, cuando apenas se tendía la noche sobre las montañas que corrían paralelas a su cordillera. Una tenue vibración poseyó a las piedras sobre las que dormía, al inicio como un temblor, pero después como algo más orgánico, acompasado, como la respiración de un animal que duerme y sueña con la cacería del día siguiente. En eso pensaba, aún recostado en la roca, cuando las vibraciones se profundizaron y su cadencia cambió a una inquietantemente musical, como lo que se siente al tocar un tambor por debajo o al estar muy cerca de un piano; si aquello era una música, no estaba hecha para ser disfrutada por el oído, sino con los propios huesos. Y por aquello de media noche, distinguió en esta melodía la primera palabra, y se puso de pie inmediato, en respuesta, pero la cueva solo guardó silencio. La piedra había musitado su nombre. Pasó unos minutos tenso, atento a la cueva inexplorada frente a él, pero no pudo ver ni escuchar nada más que el eco de su respiración. Sin embargo, una vez que volvió a tocar las paredes para dormir de nuevo lo volvió a sentir, más apremiante, la palabra "José", y el cansancio desapareció de su cuerpo por obra del miedo. Así, con una mano pegada a la roca fría y el corazón latiendo al ritmo de la montaña, caminó hacia el fondo de la cueva hasta que el calor que le prestaba la piedra se convirtió en un frío que le caló los huesos. Con cada paso la música aumentaba en volumen y violencia, y justo cuando sintió que las vibraciones comenzaban a lastimar su mandíbula, la melodía se suavizó y una luz tenue reemplazó la oscuridad que lo rodeaba. Ahí, en el fondo de la cueva, descansaba un estante que parecía ajeno a la música; quieto por milenios, coronado y atravesado por estalactitas, su agua verde imperturbada por la mano del hombre. Y al fondo, pegada a la otra orilla, estaba de pie, definida apenas por sus contornos iluminados por el agua: la mujer más hermosa que José había visto en su vida.


Su piel desnuda se perdía en el color de la roca detrás de ella, y al mismo tiempo resaltaban su figura suave, la caída de su cabello, la curva de su cintura, con la piedra angulosa y agresiva de las paredes. José se despegó de la seguridad de la pared y, débilmente, caminando más con el corazón y con los ojos que con los pies, rodeó el estanque hasta estar de pie detrás de la mujer. Así tan cerca, a pesar de su quietud pétrea, la mujer parecía más viva, más real, más cálida que cualquier otra mujer que José había tocado jamás. La luz resbalaba por la cintura de la mujer y le escurría hasta la espalda, iluminando su piel con las formas caprichosas del agua, y las manos de José se dejaron guiar por la música que aún aturdía sus sentidos hasta rodear con cautela la piel de terciopelo…

Pero sus dedos solo encontraron frío.

Inclinado como estaba sobre la roca, le pareció ver que sus ojos de piedra mojada brillaron antes de que la estalactita cediera ante su peso y encontraran sus huesos refugio de tantos tormentos en el fondo infinito de un cenote subterráneo.

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