Kiosco

Solo bastaron dos semanas en mi nuevo trabajo para que me aburriera de él. Pronto el cambio de rutina, de peinado y de amigos perdieron su encanto y me volvió a parecer monótono el ritmo pesado de mis días, trabajando, comiendo y durmiendo, dedicando horas a personas que no me interesaban. Lo único que me gustaba de mi nuevo trabajo es que de camino pasaba por una plazuela, y a pesar de que cuando volvía estaba muy oscuro para disfrutar de los árboles y los puestos de comida ya habían cerrado, por las noches siempre había alguien tocando el piano que habían instalado dentro del kiosco.

Había dejado de dedicarle tiempo a la música desde que salí de la escuela, y había momentos en los que incluso olvidaba lo mucho que amaba cantar. En preparatoria era lo único que hacía; pero ahora a los veintiséis, escuchar esa canción que llenaba la plaza vacía de nueve a diez de la noche haciendo vibrar los árboles y los barrotes del kiosco era el único cachito de música que quedaba en mi vida.

Sin darme cuenta fui adaptando mi horario para escuchar al pianista todos los días saliendo del trabajo. A veces pasaba por la plaza despacio, daba algunas vueltas y después seguía mi camino; otras, me sentaba en una banca para escuchar sin que el músico me viera. Nunca había visto su rostro, pero sabía que era la misma persona porque siempre tocaba las mismas canciones. Tocaba algunas piezas de musicales de hollywood, y a veces lloraba al recordar los tiempos en los que me transformaba sobre un escenario y, mecida por los reflectores, soñaba con mi nombre en letras brillantes.

Una noche, sentada en una banca de madera medio rota, escuchaba atenta al pianista cuando sin poder evitarlo empecé a cantar. Me sabía la letra, aún después de tantos años; si me hubiera esforzado podría haber recordado los pasos de baile. Pero en ese momento el piano dejó de sonar; mi voz flotó un momento sobre el aire vacío, débil y ronca, incapaz de llenar el silencio, hasta que me di cuenta lo que había hecho y también callé. El aire se volvió pesado y los segundos se amontonaban como polvo recién levantado mientras me lamentaba por haber perturbado al artista, hasta que el silencio terminó con una melodía reanudada, tímida al inicio, pero después las notas cobraron fuerza una vez más y el piano volvió a llenar la plaza. El pianista había vuelto a comenzar su canción, pero dos notas más arriba. Era la escala para una mezzosoprano.


Así que me puse de pie y canté de nuevo, sin reflectores, sin pasos de baile ni coros, sólo mi vieja voz malgastada en gritos y susurros y la voz de madera de un viejo piano comunitario. Terminamos la canción y ambos aplaudimos a distancia, siendo pues, tanto artistas como audiencia, y después tocamos una más. Corrí al kiosko para saludar a mi acompañante, pero pronto mi euforia se mitigó cuando encontré el piano vacío, la silla tirada al suelo en una rápida huida.

Intente no entristecerme por la evasión de nuestro encuentro - después de todo, el pianista había elegido tocar en soledad y había sido yo quien lo había interrumpido - pero llegué a mi casa preguntándome por qué un artista tan maravilloso elegiría tocar en un piano público de esa manera sin querer ser contactado, y me propuse volverlo a encontrar.

La misma escena se repitió varias veces en la semana. Yo llegaba a la entrada de la plaza un poco después de las nueve y el pianista, como si advirtiera mi presencia y no deseara que me acercara un paso más, iniciaba su canción en mi tono para que lo acompañara. En otras ocasiones yo empezaba a cantar otra canción y el tenía que tocar su parte, pero siempre respeté mi distancia durante nuestras pequeñas presentaciones. Al final ambos aplaudíamos respetuosamente y después me acercaba al kiosco para ver si lo encontraba, pero invariablemente cuando yo llegaba él siempre se había ido.

Así inicio una amistad muy peculiar, una que me daba motivación suficiente para aguantar la jornada laboral y la falta de sueño. Me sentía una vez más como la estrella del escenario, la protagonista de mi propia vida, como siempre soñé serlo. Y quería ver a mi amigo para darle las gracias. Lo necesitaba.

Una noche no resistí más, y me acerqué más al kiosco mientras cantaba. Esperé a la parte del solo del piano, y mientras el artista estaba más metido en su interpretación, subi las escaleras del kiosco en silencio y me detuve frente al piano, en la penumbra.

Frente a mí estaba el piano, la silla, la música. Las teclas que se hundían ante el comando del artista, las cuerdas que hacían vibrar el aire, el polvo que se levantaba de la madera con las vibraciones. Pero sentado sobre la silla, no había nadie.

Cuando tocó mi parte de nuevo, mi voz, ahora mucho más cercana reventó la cálida burbuja de la melodía, y el pianista se detuvo. Me quedé ahí por un buen rato, viendo las sombras que los árboles dibujaban sobre el piano, sintiendo la mirada y la presencia de mi amigo. Nos quedamos así, en silencio, hasta que le di las gracias.

Cuando me di la vuelta, reanudó su canción dos notas más abajo.

Comentarios