Blanca

De piel roja como la sangre, labios negros como la noche, cabello blanco como la ceniza que caía desde los volcanes, los habitantes del planeta en el que la humanidad había encontrado su último refugio no pasaban desapercibidos, como lo hubieran sugerido los múltiples escaneos a la superficie de Polux-44-77 en las décadas anteriores a la Migración. Más bien todo lo contrario. Altos, de una naturaleza pacífica que contrastaba con el color de su piel y causaba desconfianza en los líderes de la misión, la cultura subterránea de los Polux, como los habían llamado los académicos supervivientes de la Tierra, había causado un gran impacto entre los colonizadores. Pero aún más en la esposa del Capitán, quien murió en un trágico accidente al segundo año de la colonización... apenas días después de dar a luz a una niña de cabello blanco y piel rojiza.

A pesar de los rumores que corrían sobre su concepción - prontamente apagados por las fuerzas al mando del capitán -, la niña Blanca creció como cualquier otro niño de las colonias; jugando entre la tierra roja y la ceniza blanca, viendo documentales sobre la Tierra como si fueran películas de fantasía medieval y viceversa, comiendo de un tubo e intentando encontrar una figura paternal en su vida.

Y quizá pudo haberla encontrado en la novia del Capitán, una de los tres biólogos a cargo de estudiar la flora y fauna del nuevo planeta. Aquella mujer había tomado un interés especial en Blanca, y se había acercado al capitán para confirmar sus sospechas de que su hija era en realidad mitad Polux. Así pues la observaba jugar día con día, y cuando a los ocho años un apagón en la Colonia la hizo descubrir su capacidad para ver en la oscuridad total, no le quedó ninguna duda de que aquella niña era un monstruo, un gusano rojo de la tierra que amenazaba con destruir su refugio y sus investigaciones científicas.

Así pues, la Doctora llamó a uno de sus internos y le dio instrucciones muy específicas para sacrificar a Blanca y analizar su autopsia, para averiguar más sobre aquellos que muchos de los colonizadores consideraban sus enemigos. Pero el interno había acompañado a la científica a sus observaciones: había visto a Blanca crecer y jugar en las cenizas, reir con los recuerdos de un planeta que nunca fue suyo, la había ayudado con sus tareas como había hecho con aquellos que dejó en la tierra, y no pudo matarla. En lugar de ello, le dijo que escapara a los volcanes, pues ningún humano en su sano juicio se aventuraría al territorio de los Polux.

Blanca esperó a que fuera de noche, y corrió. Corría por ese mundo que era rojo y blanco, que era suyo sin saberlo, más suyo que de aquellos que la habían condenado, y se sintió por vez primera completamente sola.

Llegó a los volcanes poco antes de que salieran los soles, pero cayó de cansancio frente a una estructura distinta a todo lo que había visto en las Colonias.

Cuando despertó creyó que estaba soñando. De hecho le tomó meses convencerse de que no lo hacía. Frente a ella estaban siete criaturas, rojas y blancas como ella. Y junto a ella, levantándola del suelo, arreglándole la ropa, estaba aquella que solo conocía en fotos. Por primera vez en ocho años, la cargaba su madre.

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