Ecos

La catedral de San Orozco, con todo el peso de su historia violenta y escondida, era aún más imponente por dentro que por fuera. Aunque quizá era solo por el hecho de que donde quiera que sus ojos se posaran, ya sea en el techo altísimo, blanco e infinito, o en las bancas de madera grabadas, conservadas por el silencio, la suya era la primera mirada recibida en cientos de años.

Así avanzaba el grupo de historiadores, dos profesores y dos alumnos, con su equipo, cámaras y lámparas, por el pasillo central de la Catedral maldita, como la gente de alrededor solía llamarle. La única luz además de la suya era la de la puerta única ventana que había quedado descubierta después del derrumbe, por la que habían descendido con equipo de rappel, y que había quedado ya tras ellos.

A la señal de uno de los profesores, Laura, la alumna más joven se adelantó al lugar donde sus estudios marcaban que se encontraba una trampilla de madera, escondida detrás del arca donde bendecían el pan y el vino. -Aquí está - dijo, descubriéndola sin mayor reverencia-, la entrada a la Cripta.

Si alguno de ellos sentía su corazón acelerarse ante la culminación de meses de trabajo, lo disimuló. Uno de los profesores, sin embargo, no pudo evitar alzar los ojos a la cruz dorada que colgaba sobre sus cabezas, quizá en plegaria, a pesar de la historia sangrienta que manchaba la santidad de la iglesia enterrada.

Tardaron una hora en desbloquear la entrada a la Cripta, y después de instalar el equipo de descenso, bajaron a un cuarto oscuro del que solo habían escuchado leyendas.

La Cripta de la catedral maldita, donde según el Tercer Testamento un cardenal había invocado un demonio y lo había alimentado con los rezos de sus oyentes primero, y con sus almas después. Aquel cuarto representaba para los religiosos el inicio del fin del mundo, el lugar de incubación de una criatura que escapó de su dueño para encender en llamas el mundo superior, escupir metano en las nubes, sangrar mercurio en el océano y enviar a los hijos de dios a buscar refugio bajo tierra por décadas.

Para los estudiantes, nacidos mucho tiempo después del fin del mundo, este cuarto era sólo su tesis. Y apestaba.

Tomaron la precaución de ponerse mascarillas para filtrar el aire húmedo de la cripta, y comenzaron su inspección. Anotaron todo. Afirmativo, había evidencias de un ritual antiguo de invocación. Afirmativo, había restos humanos además de aquellos enterrados en las tumbas de la cripta. Negativo, el aire no era respirable después de pasar el primer cuarto.
A las 7:45, dos horas después de iniciar la exploración, terminaron de ver el último cuarto registrado en la Cripta, y estaban listos para regresar. Pero el compañero de Laura le señaló al resto del grupo algo escondido detrás de las tumbas.
-Esa puerta no estaba registrada.
No, no lo estaba. Y no tenían planeado registrarla. Pero la curiosidad siempre puede más que las buenas intenciones, y más cuando se es joven o se es científico.

Tardaron dos horas en liberar la puerta, quitando los restos que la cubrían, a pesar de su principio de no alterar nada en la primera visita. Algo los llamaba hacia esa puerta. Llevaban horas sin comer, pero el hambre se había convertido en morbo.

Finalmente lograron abrirla, soltaron un suspiro colectivo de alivio. Pero lo que los miraba desde el otro lado era sólo el primer cuarto que habían explorado.

Y la trampilla estaba cerrada desde afuera.

Las últimas horas de su vida las pasaron estudiando las escrituras que encontraron en la cripta, ya sin mascarillas, presas de una euforia inducida. Todas decían lo mismo. “Aún debe comer. Aún debe comer. Aún debe comer”.

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