El rey que no podía reír.

Había una vez, hace mucho tiempo, un rey que no podía reír.

Llevaba muchos años reinando sobre sus súbditos, pero sólo los más viejos de ellos recordaban un tiempo en el que se le podía ver en las fiestas de la plaza, sonriente, abundante y gordo. Los más jóvenes solo lo veían de vez en cuando, mientras pastoreaban a sus ovejas en los vados cerca del castillo, asomado como siempre a su ventana, viendo el paisaje sin mirarlo.

La princesa, su hija, le pidió a su esposo conseguirle un bufón, pues temía que su padre decidiera que el paisaje le gustaba demasiado como para no tomar el camino rápido de su torre hasta los vados. A sabiendas de que la muerte del rey significaría su ascenso al trono, retrasó su búsqueda lo más que pudo, hasta que las sospechas de la princesa lo llevaron a una taberna a las orillas del reino.

Allí conoció a Tristan, el joven que atendía la barra. Apuesto, carismático, siempre con un chiste o comentario cálido para quitar el frio de los corazones que llegaban a beber, y de inmediato lo invitó a vivir en el castillo como el bufón del rey. No lo vio despedirse de su familia, pero noto por un instante el peso de salir de su casa por vez primera. Después el bufón le contó un chiste de muy mal gusto sobre cómo nunca pensó ganarse la vida "entreteniendo" al rey, y juntos emprendieron el camino de regreso.

Cuando llegaron al castillo, el yerno del rey ya había conseguido un traje de bufón amarillo, y una guitarra que, por providencia, Tristán ya sabía tocar, y fue presentado al rey en cuanto la princesa le dio su sello de aprobación.

El rey estaba en sus aposentos, mirando por la ventana como siempre, cuando Tristán llegó. A pesar de que al inicio el rey se sintió ofendido por que pensaran que necesitaba a alguien para alegrarlo con trucos baratos de una taberna de mala muerte o canciones de borrachos, al cabo de un tiempo pasó de la irritación a apreciar la compañía de su nuevo amigo. Después de todo, ¿Qué más podía hacer? Al minuto que salía de su cuarto, ya sea para comer, ya sea para ir al baño, allí estaba, a veces con una nueva canción, a veces sin su guitarra, pero siempre con una sonrisa y los ojos negros, brillantes.

Gradualmente el rey recuperó su sonrisa, pero Tristán dejó de aparecerse tan seguido en la torre del rey. El viejo se sintió irritado, pues supuso que al verlo alegrarse Tristan había cumplido con su trabajo; le recordaba que su relación era una estrictamente de negocios, y eso lo molestaba. Tan molesto estaba que un día, sin previo aviso, averiguó con los sirvientes la ubicación del cuarto de su bufón y se presentó con él, abriendo la puerta sin tocar.

Tristán estaba sentado en su cama, viendo al frente sin pestañear. El rey carraspeó y su bufón despertó de su trance, recuperando su sonrisa burlona y desdentada. Mi señor, ¿qué lo trae por aquí? Aún con su ropa normal, sin su guitarra y su traje de bufón, era el mismo payaso que lo molestaba todos los días. Entonces, ¿porqué hacía solo un momento se había visto tan miserable?

En el transcurso de las siguientes semanas el rey comenzó a prestar más atención a su bufón, su mirada perdida en el horizonte mientras cantaba, sus bromas agridulces sobre la muerte, su sonrisa, aunque bella, forzada. Una idea comenzó a cocinarse en su cabeza, y le dijo a la princesa que necesitaba un viaje a las montañas para despejarse. Y la princesa, encantada por el progreso de su padre, accedió con la condición de que llevara consigo a su confiable bufón.

Viajaron por días, hasta llegar a las montañas azules que se veían desde el balcón del rey. Sentaron campamento, o algo similar, frente a un acantilado.

El rey habló. Habló hasta que la sonrisa del bufón se deshizo en espasmos. Hasta que las canciones se convirtieron en sollozos. Hasta que el aire frío camino al vado secó las lágrimas de ambos.

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