El hombre que era sólo silbido.

La primera noche que pasó encerrada, la pasó a oscuras.
Nunca había escuchado tanto silencio, y por un momento, entreverada en el sonido de su respiración, el palpitar de su pulso, el murmullo de sus tripas, creyó que perdía la cabeza.

Después, días después, escuchó un suspiro.

Corroboró que no se había vuelto loca. Repitió en su cabeza su nombre, su edad, su historia. Después aguantó la respiración. Ahí estaba, claro como el día, del otro lado de la roca: otro respirar.

Golpeó la roca con los nudillos -¡Oye! ¿estás ahí? - hasta que sangraron - Por favor, ¡responde! -, y cuando no funcionó - No quiero estar solo -, rompió en llanto.

Del otro lado el respirar, sin inmutarse, se fundía en la roca que lo abrazaba.

Y todo pudo haber terminado allí, de no haber sido por las canciones.

Cada que el sol se iba, para no sentirse sola, Amanda cantaba canciones de su pasado, canciones que le enseñó su padre, cuando aún vivía para tocar su guitarra y hablarle del mundo. Sí, el sol que apenas calentaba su celda dormía, pero los recuerdos calentaban su corazón y seguía viva, seguía despierta, enterrada por siempre en el calabozo del rey.

Y poco a poco aquella luz despertó algo en aquel respirar, ya fundido en el suelo de su celda, empezó a recuperar su forma humana.
Hasta que un día se le escapó un silbido.

Amanda se calló un momento, sobresaltada, y después con cautela, como quien no quiere espantar a un ave que alimenta, siguió su canción. Y cuando terminó, de nuevo. Hasta que el silbido volvió a formarse y tomó fuerza, y la canción creció hasta que un guardia llegó y golpeó la puerta de fierro de ambos.

Desde entonces cantaban quedito, armonía y melodía, cada que se ponía el sol, hasta que uno de los dos se quedaba dormido.
Amanda moría por cruzar palabra con aquel espectro, pero cuando intentaba hablarle, cuando le pasaban a ambos por debajo de la puerta un pedazo de pan duro y agua y sabía que estaba despierto, el hombre - pues ya lo era -  no respondía.
Así que se limitó a contarle sus historias. Le contó de las horas doradas con su padre, con sus hermanas. Le contó de los libros que le traía de sus viajes y de la vez que le regaló un bombín como el suyo, pero en miniatura. Le contó de los vecinos que la tachaban de loca, y de su padre diciéndole, tu no los escuches, tú irás a la escuela, tú vas a ser grande.

Le habló de los años que pasó sin su nombre, sin su familia, en una escuela de varones. Le contó que le llamaban Armando y que a pesar de su voz aniñada nunca nadie sospechó que el hombre más listo de su clase pertenecía al sexo más débil.

Le contó de sus aventuras escondiendo su cuerpo, sus excusas cada vez más ridículas y sus mejores y peores momentos, y en cierta ocasión, aquel hombre que era solo silbido, soltó también una risa.
Fue entonces cuando aquella sombra recuperó su nombre.

-Fernando. -la voz rasposa de quien creyó no tener que volverla a usar jamás.- Mi nombre es Fernando. Encantado de conocerla.

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