El mejor amigo.

Los cuatro amigos entraron al laberinto.

Conforme caminaban, las paredes se estrechaban más y más a su alrededor, como un abrazo, como un entierro, como un tracto digestivo, hasta que se apachurraron a través del último metro y entraron al primer cuarto.

Uno de ellos no alcanzo a entrar, su cuerpo era físicamente incapaz de pasar por el ancho de las paredes. Lo dejaron atrás, como diciendo ahorita venimos por ti, seguro hay otro camino al siguiente cuarto, seguro tienen cosas asi previstas. Luego llegaron a la mesa del centro.

Levantaron el papel, que les dijo "Todos deben entrar".

Al levantar el papel escucharon un sonido a su alrededor. Las paredes pintadas como rocas comenzaron a moverse hacia ellos, no con el sonido metálico que se esperaba de un juego de feria, sino con el sonido grave y pesado de las toneladas, el respirar pasivo de una montaña. Rieron. Buscaron pistas. Hicieron bromas cada vez mas incómodas, rieron un poco más forzado. Del otro lado de la entrada, su amigo; frente a ellos, el mensaje impreso a máquina, impersonal: "Todos deben entrar"

Esperaron a ver que las paredes no iban a dejar de moverse, a que los demás muebles se hicieran astillas, a que el primero de ellos quedara atrapado bajo una de las rocas, su pie machacándose centimetro a centimetro, y luego todos jalaron a Felipe. No pudo correr.

Nunca lo habían escuchado gritar. Ignoraron todo lo que pudieron sus palabras, luego sus gemidos, luego el sonido de sus costillas al quebrarse entre las paredes de la entrada. No vieron su piel púrpura ni sus ojos sangrientos, pero si vieron cuando las paredes se terminaron de cerrar sobre su pierna, y ante el ritmo imparable de las paredes unieron esfuerzos para pasar lo que quedaba del otro lado, con sus camisas, con papeles, con lo que hubiera, hasta que cada hueso quedó en el centro de la estancia. Luego todo terminó.

Bajo la mesa se escuchó un sonido metálico y vieron una trampilla disfrazada en el piso. La abrieron.

Los tres amigos entraron al laberinto.

Pasaron a una especie de vestidor, y una voz metálica les anuncio que tenían tres minutos para vestirse. Una puerta se abrió con un chasquido después de que se quitaran unos a otros los pedazos de carne, desprovistos de pudor, y se vistieran con lentejuelas y telas de satin, de gala. Se sentaron aun temblando en una mesa triangular y alargada, y por algún motivo agradecieron la distancia.

Desde la mesa salieron tres pedazos de rosca, iluminados por una fogata al fondo. Sobre cada uno, un breve mensaje, o más bien una orden: "Comeme!"

Comieron. Después, con un "ting!" apareció un nuevo mensaje en la mesa. "¿A quién le salio el monito?"

La fogata en el fondo aumento la fuerza de sus llamas.

Dieron vueltas por el cuarto, hasta encontrar una puerta disfrazada en el patron de las paredes. Donde se suponia que estaria la cerradura, habia una imagen de un nacimiento, y un hoyo en donde debia ir el niño jesus.

Llevaba rato haciendo mas y mas calor, mientras aparecian mas y mas pedazos de rosca, y los amigos comian sin encontrar el pedazo de plastico que abriria la puerta. De pronto la rosca dejo de llegar.

Un nuevo mensaje.

"Bribones... Uno de ustedes se lo comió! Esos son como dos años de mala suerte, ¿no?"

La fogata arrecio - el calor no los dejaba pensar y la seda y el cabello se les pegaban al cuerpo como masa cruda. Se sentían, de alguna forma, al rojo vivo.

Vomitaron por horas, y el maldito mono no salía de ninguno de los tres. Ya sin fuerzas, casi no se dieron cuenta cuando con un "ting!" un nuevo mensaje cayó en la mesa.

"Les doy una pista... En el vestido rojo..."

Los otros dos lo miraron, no sospechó nada hasta que estuvieron encima, asfixiando, desgarrando, buscando desesperadamente la salida, como si dentro de su cuerpo estuviera el mundo que dejaron en la mañana, en el que no hay necesidad de destruir a tus amigos con tus propias manos. Ting, ting! Aparecieron cubiertos en la mesa. No los necesitaron.

Sacaron el maldito mono.

"¿Entonces quién va a poner los tamales?"

Los dos amigos entraron al laberinto.

El nuevo cuarto era un gimnasio, todo metal y cristal, extremadamente frío. Se desprendieron de los vestidos del salon pasado, se quedaron solo con los sacos y su ropa interior. En el reloj digital del fondo, sobre los espejos, rojo como las manchas de su reflejo, un mensaje.

"BIENVENIDOS AL BAJATON. TE EXCEDISTE EN LAS VACACIONES. NO TE PREOCUPES. A TODOS NOS PASA."

En el fondo, una pesa. Pronto se dieron cuenta de que se trataba, en realidad, de un ascensor. Una nota impresa sobre ella, cuando se subieron ambos. "Estas a: 50 kilos y trescientos gramos de tu peso ideal". Entre las máquinas vibrando, la música pasada de moda de un gimnasio completamente normal, y disfrazadas, como se dieron cuenta pronto, guillotinas.

Se quitaron los sacos y los tennis.

 "Estas a: 42 kilos y doscientos gramos de tu peso ideal".

Las máquinas iban cada vez más rápido. Usaron el filo delicado de una cuchilla para cortarse el cabello, se quitaron la ropa interior.

"Estas a: 41 kilos de tu peso ideal".

Llegaron a un acuerdo incomodo. Se sentó cada quien en una guillotina contigua. Se dieron la mano. Cerraron los ojos. Y al mismo tiempo, soltaron la cuchilla.

Pero solo una bajó. Uno rompió en llanto por dolor. El otro por culpa.

Se subió a la pesa y esta comenzó a subir, subir, hasta que los sonidos de la feria opacaron los gritos y la música ochentera.

La máquina frente a él. “Felicidades! Disfruta la verbena! :)”
Cuatrocientos tickets despues, salio de la cabina.

El mejor amigo salió del laberinto.

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