La casa de la calle 11 (3 de Octubre)

Si pasas por la onceava calle después del centro, por la onceava casa, después de la onceava hora, escucharás risas. Risas de mujer.
No te detengas.
Si algún día, como a mí, la curiosidad te llegase a tentar, y entreabrieras la puerta medio podrida para asomarte a la luz que se cuela por debajo, lo último que verías serían tres mujeres, puro hueso, pura sombra. O quizá cuatro, si llegaras en el momento correcto.
Porque por algún tiempo, lamentablemente, fuimos cuatro.

Era una noche fría de Noviembre, y escapaba de casa. Sabía que no sería por mucho, pero llegó un punto, como siempre llegaba, en el que unas horas de frío y el castigo consiguiente eran mejor que quedarme ahí, con los gritos, con la tensión agarrándome los hombros, con los ojos que nadie más veía clavándoseme en la espalda. Normalmente no me metía a casas abandonadas, y menos si escuchaba ruidos. Cuando solía hacerlo, cuando era una niña y creía que todos los fantasmas eran buenos, podía esconderme ahí, pero esta noche, de no ser por el rechinido de la camioneta de mi hermano y las luces asomándose a solo dos calles de distancia, no hubiera seguido las risas.

Sin ver la luz que se asomaba por abajo de la puerta, rompí la ventana más cercana de la casa número 11 y me metí, como lo había hecho tantas veces cuando niña.

Llegué a una especie de bodega, apenas distinguibles los estantes por la luz tenue de la luna. Me quedé quieta, esperando a que la camioneta pasara, y cuando ya me iba a ir la puerta se abrió.

—Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí?

La voz no venía de la chica que me miraba desde la puerta con media sonrisa, en un camisón rosa. De repente me avergonzó estar en el suelo, entre el polvo y la basura, y me puse de pié como si me hubiera encontrado un maestro fumando.

Risas tenues, esta vez, de tres voces distintas.

—No te apures, mi amor. Ven, sal para verte bien.

Salí, y me recibió el calor de una fogata en el centro de la sala. A pesar de que la casa estaba abandonada, no había polvo, y las chicas detrás del fuego, una estirada en un sillón viejo de terciopelo y la otra sentada en su recargabrazos, no parecían drogadictas ni personas sin casa. Parecían, más bien, de la realeza.

—Siéntate, ¿Cómo te llamas?
Detrás de ella, la chica que mantenía la puerta abierta la dejó cerrarse y el sonido desvió mi atención un segundo. Cuando volví a voltear, había un pequeño cojín del otro lado del fuego, frente a las tres mujeres en el sillón.
—Carolina.
—¡Carolina! Que bonito nombre. -Las tres rieron, y su risa recordaba al cascabel de una culebra. La del centro, la del cabello negro acomodado en rizos perfectos, se inclinó hacia mí.
—Carolina, entraste a nuestra casa sin pedir permiso, ¡lo cual nos parece un poco grosero! ¿No lo creen chicas? -la respuesta a coro, más risas.
—Si fueras cualquier otra persona, te habríamos —
—¡Silencio, Mónica! -una mirada cortante, y después una sonrisa —No queremos espantar a nuestra invitada.
Empecé a escuchar pasos, sentir presencias. Los vellos de mi nuca se erizaron ante la vieja sensación de peligro.
—Como te decía, no eres cualquier persona. Siento algo en ti, Carolina... ¿Tú puedes verlos, no? Puedes ver a nuestros amigos. -Su sonrisa creció, y le noté más parecido que nunca a una serpiente. —Bueno... Quizá no con esos lentes.
De pronto las otras dos mujeres estaban junto a mí, sonriéndome, expectantes. Una extendió su mano cubierta de anillos. Sabía que era lo que querían.

Con cautela, por primera vez en meses, me quité los lentes. Y abrí los ojos.

La habitación ahora estaba abarrotada, siempre lo había estado. ¡Por dios! ¿Cómo se puede vivir así? Había veinte, quizá treinta presencias con nosotros, algunos aún con la forma que ocupaban en vida, otros tan deformes que dudaba que algún día hubieran caminado por la tierra. ¿Con qué cosas se estaban metiendo estas chicas? Ya sin mi visión entorpecida, veía marcas de rituales en el piso, en las paredes y en su propia piel. El fuego que solía estar frente a ellas ahora flotaba en el techo como si fuera un candelabro, y las tres vestían como reinas. A su alrededor, los espíritus les sonreían, o las rehuían como si las temieran.
—¿Qué chingados quieren de mí?

Como vidrios rompiéndose, más risas.

—Devuelvele sus lentes, Leo.
Todo acabó como había comenzado, y las tres mujeres frente a mí me sonreían en sus camisones rosas.
—Solo queremos que nos ayudes… ¿No quieres tener más amigas? ¿Amigas que te protejan?
—Te podrías quedar aquí todo el tiempo que quieras… Podriamos encargarnos de tu hermano.
—¡Sí! Por favor, ¡quédate!
Aún me miraban.
Sonreí. ¿Cómo podía decirles que no a rostros tan bonitos?

Comentarios