El olor de la tinta.

Todo el pueblo de la costa conocía la leyenda del Kraken, pero nadie podía pronunciar su nombre.

Se sabía que existía. Se sentía su presencia salada en las noches menos frías. A lo lejos, cuando hay luna, se distingue brevemente su guarida, una mancha negra que estremece el horizonte.

Una vez al mes el agua se pintaba de negro, y por el tiempo que durara nadie podía tocar el agua. Nadie sabía qué pasaba si lo hacías, pero el mismo olor a azufre te impulsaba a alejarte. A todos. Excepto a Qödbi.

Qödbi amaba el mar negro. Podía mirar el reflejo de la luna en el espejo del mar tranquilo por horas. Cuando todos se iban a dormir, refugiados de la peste de la tinta, Qödbi se quedaba. Se sentaba en una roca a observar la luna viajar sobre el mar de obsidiana. Y descubría cosas muy interesantes.

La primera vez que se quedó, por ejemplo, pudo ver como el mar, perpetuamente en movimiento, se quedó quieto un instante, lo suficiente para asustarlo y hacerlo regresar a casa. Se quedó muchas noches después de eso, hasta que un día vio, sobre el espejo del mar quieto, una silueta de pie. Que se acercaba.

La siguiente noche preso por la curiosidad decidió robar la barca de su padre. Era pequeña, apenas remos y una red, pero serviría. Rompió las reglas. De habérsele visto rompiendo el agua negra con la madera, se le hubiera castigado con la muerte.

Pero no le importó.

Cuando la barca y el niño estuvieron a una distancia segura de la aldea, emprendió el viaje. Y bajo la luna, esperó hasta que diera el momento.

Antes de ello, comenzó a ver figuras acercándose.Sus piernas fusionadas en un solo tentáculo negro, los hombres y mujeres del mar rodearon su barca. Dos de ellas se reclinaron sobre ella, abrazaron la madera con sus brazos teñidos de obsidiana, y le regalaron una sonrisa viscosa. Conversó con ellas, o quizá solo las escuchaba. Ni aunque hablasen su lengua las hubiera entendido. Cuando abrían la boca, que partía su rostro a la mitad, se adivinaban dientes saliendo del paladar y del esofago.

Las personas notaron su curiosidad y guiaron su barca hasta que la luna dejó de brillar. No supo dónde estaba. La única luz venía de los ojos de sus amigos, que ahora estaban de pie sobre el mar quieto. Había llegado el momento que estaba esperando, aunque no supiera en qué consistía.

Entonces lo sintió. La barca tembló como anticipando tormenta, y algo lo levantó del mar. Sintió algo enroscarse sobre él, pegándolo a su embarcación, algo pesado y oscuro, como la noche que al cernirse trae tormenta, como si colapsara sobre sus piernas desnudas todo el peso del universo, aún desconocido, aun viscoso, sin formarse, en eclosión.

Aventuró una mano temblorosa a la masa que lo oprimía y sintió la orilla húmeda de una ventosa.
Entonces despertó en su cama. Sus piernas estaban rotas.

Antes de curarse pasó mucho tiempo pensando, y fue quizá ese pensar que lo salvó de volverse loco de dolor, como le había pasado a su padre cuando tenía su edad. Sus huesos soldaron y crecieron, pero nunca se fue de su mente el recuerdo de las ventosas sobre su piel. Quedaba, pues, inscrito en sus huesos y en su alma, el olor penetrante de un viejo dios, que aunque pocos creían ya en él, en su infancia lo había tocado.

No importara cuánto tiempo se quedara junto al mar, nunca volvió a ver ni oler la tinta, ni a la gente del mar, ni al Kraken. Las personas a su alrededor respiraban con alivio el aire salado y azul, pero Qödbi había probado el agua negra, y no podía quitarse el recuerdo de esta sobre su piel. Soñaba con hundir las manos en la carne viscosa, arrancar pedazos, romper la orilla delicada de las ventosas con los dientes. Sí, en sus delirios febriles y herejes, había soñado con comerse a un dios.

Un día no pudo soportarlo más. Robó, como en su infancia, un barco, pero esta vez un barco con velas, y surcó los mares hasta donde su instinto le dijo que lo habían llevado las sirenas.
Quizá alucinaba por la falta de comida, pero no sentía hambre hasta que llegó a su nariz el olor a azufre que en su infancia el pueblo aterrado relacionaba con el viejo Kraken. Ah! Se estremeció, rió a carcajadas. Llevaba días sin ver la orilla de su isla.

Los días cada vez clareaban menos, las noches eran más largas, había menos estrellas, hasta que sólo quedaron él y la luna. Y finalmente, esta parpadeo.

¡El Kraken! El viejo dios lo miraba a los ojos con su único ojo de luna. El viejo Qödbi desenvainó su espada y se preparó para una vez más sentir la furia del universo oprimiendo su cuerpo, para cortar y desgarrar, para morir peleando.

Pero no tuvo oportunidad. Nunca la tuvo.

Fue ingenuo pensar que todos estos años sus delirios realmente le pertenecían.

La carne negra tocó sus labios un momento antes de partir su boca por la mitad. Su garganta se cubrió de dientes. Sus piernas se quebraron tanto que se fusionaron en una, y no sintió más que alivio cuando las ventosas se formaron sobre ella, como si fuera esta la forma que había anhelado desde el momento en que nació.

Cuando la transformación terminó, cayó al agua. Nunca había tocado realmente el agua negra.

Estaba fría.

La luz que salía de sus ojos iluminó al resto de sus compañeros. Con sus hileras interminables de dientes, le sonrieron.

Lo acompañaron a las profundidades.

Al día siguiente el pueblo amaneció oliendo a azufre.

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