Raíz de Álamo

Cuando quitaron el último álamo, aquel verano del incendio en el que tuvieron que recibir de sopetón a otros treinta niños, encontraron algo en sus raíces.

Una muñeca.

Parecía hecha de la misma madera, despintada por el paso de los años y el abrazo constante de la tierra, pero aún así se notaba la maestría del tallado de su rostro. Como la mayoría de las artesanías de los Hopis, no sonreía.

Quién encontró la muñeca se la ofreció al coordinador, cuando vino de visita después de iniciar la construcción. Le dirigió una mueca de asco. Dásela a la niña del pueblo, le dijo. Como al resto de las niñas de su edad en el orfanato, ya la tenía bien ubicada.

Nuva pasaba mucho tiempo sola. El resto de los niños no se parecía a ella, pero incluso aunque la invitaran a jugar, prefería pasar las horas en su cuarto, haciendo quien sabe que. Las voluntarias más religiosas le hacían el feo por el lugar del que provenía, pero el resto se alegró cuando le dieron la muñeca. Era lo único que la unía a sus raíces Hopis, y sentían que quizá tener juguetes la haría actuar como una niña normal.

No lo hizo. Nuva comenzó a pasar más tiempo fuera de su cuarto, sí, pero de manera errática, como si no fuera ella quien le indicaba a dónde ir. Siempre, de su mano, o escondida en su blusa, su muñeca de madera. La había cepillado con mucho cuidado, y ya no quedaba rastro de la tierra en la que había pasado años. Se quedaba en un lugar, sentada sobre una mesa del comedor, acostada en el techo, escondida en la enfermería, viendo a su alrededor, hasta que algo le decía que era momento de volver y regresaba a su cuarto.

Había enfermeras que juraban que la escuchaban hablar con su muñeca. Otras que decían que se había escapado una noche hasta el río que corría a algunos kilómetros del orfanato, y que había regresado a la mañana siguiente, intacta. Pero el coordinador sabía que esto no era posible. Nadie sobrevivía ese bosque, y menos de noche.

Empezaba a desesperarse. Pasaron meses desde la última vez que estuvo en su cuarto, y ahora por alguna razón era imposible encontrarla. El resto de las niñas le temían, no le rehuían. Saben lo que es mejor para ellas. Pero ella sí, al menos ahora. Quizá desde que...

No. No iba a caer en los cuentos de las viejas. Seguramente otra de las niñas le avisaba de sus llegadas, no importa cuan nocturnas y discretas. Sabandijas.

Nuva disfrutaba sus paseos nocturnos. A veces cerraba los ojos y dejaba que Katsina le mostrara el camino. No la escuchaba, pero siempre algo le indicaba su presencia. Una nube, una rama apuntando al norte, el olor tenue del bosque intensificando en cierta dirección. La amaba. Sentía en sus manos de madera el toque del hombre que la hizo, y aunque no lo conociera, sentía su sombra tras la suya, volviéndola grande, invencible.

Cierta noche Katsina escuchó pasos. De pronto Nuva vio frente a sí a un conejo gris, a medio camino entre el orfanato y el río. Sígueme, parecía decir.

Como siempre, no tuvo miedo.

El conejo la guió a la madriguera de unos zorros, abandonada, y se refugiaron juntos, muñeca, niña, conejo. El animal se durmió, y Nuva cerró los ojos.

No supo cuándo se quedó dormida, pero cuando despertó Katsina no estaba con ella. Salió y regresó al orfanato. Supo que era la despedida.

Cuando recogió a Katsina, a tientas, en el camino de regreso, no olió el cuerpo destazado del coordinador. Los coyotes que aún comían la ignoraron.

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